Cumplir un año


Cumplir un año, eso fue lo primero que anoté en mi libreta llena de garabatos, stickers y dibujos hechos para Hija Mayor.                                                                                                              

Cumplir un año no es una fiesta con torta de ocho pisos.                                                            
Cumplir un año no es estresarse por el menú y decoración del festejo.                                      
Cumplir un año es un flashback: la sala de parto, el camisón azul, la luz blanca, los pujos y vos llegando al mundo.                                                                                                                  
Cumplir un año es conocerte, es saber cuándo llorás por hambre, por sueño, por ganas de ir a pasear o porque querés que te cambie el pañal y cuando querés tomar la teta.

Hija Mayor ayer resumió que Cumplir un año es así: “va a soplar la velita, la vamos a aplaudir y darle besos”. Eso es todo, todo  como completitud: nada sobra y nada falta. El corazón puesto en las cosas importantes.  Sortudos nosotros por las palabras de Hija Mayor.

¿Por qué con el primer año contamos cómo fue el parto? Cada cumpleaños es celebrar el día que nacimos, la primer vuelta al sol nos lo recuerda. Cuando vamos creciendo nos vamos olvidando que se trata de eso.

Me ilusionaba un parto rápido sin epidural, ese era mi deseo. Aunque sabía que no se pueden hacer planes, que no hay control y que lo mejor que podía hacer era recibir lo que viniera, como viniera. Entonces hacía y deshacía ideas, cosas que B no entendía. Porque B es más sabio que yo, sabe que la naturaleza no se controla. Es que me cuesta parar de pensar y cuando pasé la semana 38 me fui a dormir cada noche pensando que podía despertarme con contracciones. ¿No me olvidé de poner nada en el bolso? Un bolso que hice y deshice mínimo 3 veces. Navegué el tránsito incierto de saberme a término unos 10 días. Lo más importante de tu vida puede suceder en cualquier momento y no hay forma de prepararse. Llené el freezer de comida hasta que no se pudo cerrar la puerta.

Una noche fuimos a cenar los 3, me puse un vestido blanco. El vestido con el que fui a la clínica a parir a Hija Mayor,  se volvió mi favorito. La cena duró lo que mi cansancio y calor permitieron. Esa noche sí tuve contracciones: ¿ya nacería? A la mañana siguiente las contracciones desaparecieron: me depilé y me pinté las uñas, como si tuviera una cita. Nos quedamos en casa, esperando que pasara, pero nada. Se iba evaporando la posibilidad de un parto rápido. Mi ansiedad no es amiga de la lentitud pero me recordé que tenía que recibir lo que viniera  y no esperar que las cosas sucedieran de acuerdo a mis planes.

A la medianoche me hice pis. Dormí a Hija Mayor sentada al pie de su cuna, no quería manchar sus sábanas. No hubo sangre. Empecé a sentir un poco de dolor, en olas, como dicen. Dolor que viene y se va, que no para. Llamé a mi mamá, entendió todo, no preguntó nada. A la hora nos estábamos abrazando. Preparé una mochila con mudas de ropa, libros y juguetes favoritos. Se fueron juntas.

En el taxi me creí protagonista de una película, era todo tan cliché, fuimos tan obvios. Nos divertimos, nos reímos de nosotros mismos. B es un gran compañero: mis hijas no podrían tener un papá mejor. Me moví todo el tiempo, vomité y me saqué con fastidio la cofia. La partera nos dejó solos en la sala, en compañía de un celular que reproducía una playlist newage. Nos reímos todavía más.

Pedí anestesia: ni lento y con epidural. Nada de acuerdo a mis planes. Me pude volver a parar, anestesiada y todo. Fue clave: gracias a eso la pude encajar.           Cuando sientas presión en la cola, me avisas – dijo el obstetra                          Ahora, ya, quiero pujar, dale – contesté                                                            Te tengo que cortar, te vas a desgarrar sino – me avisó                                    Ok - dije. Lo único que quería era pujar.

Y te vi, te saludé, te besé, lloré y te dije que te quería. Quisieron llevarte para poder coserme, pero no quise, te quedaste a upa mío tomando la teta. Lo miré B, me supe profundamente enamorada. Enseguida pensé en tu hermana, quería que se conocieran.

Cumplir un año es recordar los primeros días. Naciste con el sueño cambiado, pasaste muchas noches despierta y yo con vos. Nunca pude “tirarme a dormir atrás tuyo” durante el día, como todos aconsejan.  Prefería estar con Hermana Mayor, acomodar la casa o cocinar para los 3.

Cumplir un año es contar que no usaste cochecito hasta los 7 meses. Fuimos una unidad gran parte de este año. Ahora preferís ir a explorar lugares nuevos, destapar marcadores y trepar todo lo que se presente en tu camino. Sos una escaladora: subís, subís bien alto. Te alegrás de tus logros y los festejas con una sonrisa contagiosa.

Cumplir un año es haberme vuelto experta en dietas APLV. Pensaron que eras alérgica a la proteína de la leche de vaca porque hiciste caca con sangre durante casi dos meses. Cambiarte el pañal fue angustioso. Un pediatra nos dijo: una gota de sangre, así de pequeña como es una única gota, deja una marca inmensa. Un día te curaste, no eras alérgica y el sol salió de nuevo (porque siempre sale). Relajé un poco, solo un poco, el ceño fruncido que llevo como marca, estuve mucho más tranquila. Mi mamá me regaló un amuleto japonés, parte de la consigna era agradecer a fin de año; el 31 de diciembre lo tuve presente.

Cumplir un año es verte crecer, es empezar a entender cómo sos, es acompañarte a descubrir maravillas y verte jugar con tu hermana.

Estás cerca de caminar, te falta poco. Y ahí, chiquita mía: va a estar tu papá esperándote con los brazos extendidos. Todos en esta casa vamos a salir a conquistar toboganes y trepadoras; la plaza es nuestro reino.


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